Lo sagrado y lo profano en las primeras formas de apropiación del suelo (parte 1)


| Por: Alexander Martínez Rivillas*|

 

Distintas formaciones sociales han dividido la tierra en espacio sagrado y espacio profano. La fundación de las ciudades romanas se acompañaba de una ceremonia en la que un arado demarcaba los límites de las ciudades, evitando que el lugar de acceso a la ciudad quedara señalado por el surco. Los límites de la ciudad eran considerados sagrados, pero las puertas de la ciudad, el lugar por donde accederían nuevas costumbres y novedosos instrumentos: prácticas foráneas, era considerado un espacio profano. El arado era signo de “civilizar”, pero con una doble implicación: despejaba las fuerzas malignas mediante ceremonias, dejando constancia de los lugares vedados a ellas en los que se habría de construir la ciudad, y despejaba las fuerzas malignas en los lugares donde habría de practicarse la siembra.

 

Sabemos que las primeras ciudades se construyeron y dieron lugar a la vida urbana gracias al excedente agrícola producido en las tierras fértiles que rodeaban las ciudades. Pero también sabemos, por diferentes fuentes, que estas tierras se encontraban estrictamente reguladas por las autoridades sacerdotales –mediadores de los dioses–, en el caso de las tierras pertenecientes a los templos en Egipto; o severamente controladas por las autoridades monárquicas –de estirpe divina–, en el caso de las ciudades mesopotámicas.

 

El espacio de la ciudad y el espacio agrícola eran espacios sagrados. Pronunciar las leyes divinas para su configuración como espacio habitable, y pronunciar las leyes humanas –en nombre de las divinidades– para su organización como espacio seguro y permanente, lo convertía en un espacio sagrado y, consecuentemente, en un espacio “civilizado”. El Código de Urnammu y El Código de Hammurabi dejaron constancia de muchas de aquellas leyes humanas para la organización de la tierra, bajo la forma de distintos tipos de tenencia de la tierra y de fórmulas jurídicas secularmente practicadas. Allí se menciona, directa o indirectamente, la propiedad, la aparcería, el arrendamiento y la servidumbre. Se logra entrever que los campesinos tenían derecho –en su acepción más primitiva ‘dejar hacer’ o ‘poder hacer’- a ser propietarios, aparceros y arrendatarios; y que los esclavos eran reducidos a la condición de “trabajadores

serviles”.

 

Por un lado, el código de Urnammu1 (2112 a.C.–2094 a.C.) (más conocido como el código de Ur, que según los estudiosos no fue elaborado por el rey Urnammu, sino por su hijo y sucesor shulgi (2093 a.C. -2040 a.C. Hammurabi, 1986) regulaba cada una de las relaciones de propiedad en los siguientes términos: eran prohibidos los bienes de familia o comunales, no era posible el arrendamiento perpetuo y la propiedad era esencialmente individual, es decir, si no pertenecía a campesinos y medianos propietarios, pertenecía a los templos o al rey. Por otro lado, El Código de Hammurabi (1792 a.C.–1750 a.C.) es considerado el primer “derecho agrario”, cuya legislación minimiza la “influencia política” de los templos al ser sometidos a la veeduría de jueces civiles al servicio del rey; convierte a algunos almacenes de los templos en graneros del Estado; distribuye propiedades reales entre los guerreros bajo fideicomiso hereditario (bien confiado a una persona con la condición de restituirlo, y heredable si esta condición no se presenta); convierte los siervos en “hombres libres” (que por quedar sin tierras solo debían pagar la mitad de los honorarios a médicos, arquitectos, etc.); regula los salarios de jornaleros, limita los intereses y alivia los arrendamientos.

 

Con claridad asombrosa define los criterios según los cuales existía pleno dominio sobre la tierra. No era suficiente la posesión del inmueble, sino que debía añadírsele un título jurídicamente válido, o sea, un documento que garantizara la “indudable” propiedad, redactado por peritos autorizados y con reproducciones que reposaban en los templos. El título servía para reclamar la propiedad frente al poseedor, “tanto de bienes muebles e inmuebles como sobre esclavos. Al que se le encontraba en posesión de una cosa, sospechosa de haberse extraviado o hurtado, se le podía exigir documentalmente su posesión para verse libre del proceso.” (Hammurabi, 1986, pp. XCII-XCIII).

 

Los documentos de compraventa de los babilonios no eran tampoco avaros en detalles sobre el sujeto y el objeto que intervenían en el negocio. Bajo el imperio babilónico las relaciones jurídicas estaban reguladas por documentos de compraventa, por lo que no es gratuito que los miles de tablillas encontradas en varios templos de ciudades mesopotámicas sean documentos de compraventas. En estos documentos se señalaba el objeto de la compraventa, su descripción (si eran inmuebles), el título de propiedad del vendedor y su procedencia, la específica declaración de venta, la indicación del precio, los nombres de los testigos y la fecha. La propiedad pasaba del vendedor al comprador únicamente en el momento del pago del precio estipulado. Existía otro tipo de trámites como pagos ficticios o alteración de precios, bastante parecidos a los que a diario se dan en la vida contemporánea (Hammurabi, 1986, p. XCV-XCVI).

 

La aparición de las primeras ciudades trajo consigo la experiencia de distintas formas de organización de la tierra, o mejor, de la organización y control del uso de la tierra. En otras palabras, como condición necesaria para la aparición de la vida urbana aparece el control del excedente agrícola, mediante una severa jerarquización de las funciones sociales y el control de autoridades autodefinidas como representantes directas de los dioses en la tierra o de estirpe divina. La experiencia del control del excedente agrícola, que en primera instancia se practicó mediante las “tablillas de cuentas”, se convirtió en la experiencia de la escritura sistemática de las leyes practicadas para ejercer tal control.

 

El aura divina de estas leyes constituye –invirtiendo la expresión de Jaeger en su Paideia que caracteriza el espíritu griego: legalidad inmanente de las cosas– una legalidad trascendente de las cosas. Esta legalidad es una legalidad cósmica, expresa la armonía y el equilibrio del cosmos, cuyas leyes fundaron y conocen los dioses y a las cuales solo algunos hombres tienen acceso por revelación o por una comunicación privilegiada. Estas leyes cognoscibles para los hombres son las leyes humanas que invistieron a sacerdotes, a escribas y a dinastías monárquicas de una autoridad incuestionable. Las leyes humanas en el contexto de una legalidad cósmica, por decirlo de alguna manera, legitimaron una organización y control del uso de la tierra en las distintas sociedades de las revoluciones urbanas o en las primeras sociedades “prósperas” que la historia ha podido registrar.

 

Asimismo, solo la experiencia de la ciudad hizo posible la plena experiencia de la propiedad de la tierra. Por el contrario, las sociedades primitivas consagraron la “propiedad” comunal o familiar, pues el uso común de la tierra asegura la supervivencia de pequeñas comunidades y la manutención de las personas separadas de las actividades agrícolas, como sacerdotes, artesanos y pater familias. Pero ¿cómo ir más allá de la práctica agrícola de supervivencia? ¿Cómo generar ese excedente agrícola que permitió el surgimiento de la vida urbana? Esto solo es explicable mediante un proceso de extrañamiento de la tierra, de separación y desarraigo de la tierra.

 

Del libro del mismo autor: “Catastro y propiedad de la tierra en el mundo antiguo: conceptos introductorios y estudios de caso” (Aquí).

 

*Profesor asociado de la Universidad del Tolima

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