El campesino apoya con firmeza en la tierra unos pies duros, es semilla nativa, fiesta, memoria oral, sombrero, machete, ropas coloradas, ritmos recónditos, manos fuertes, chicha y minga. La naturaleza marca su piel forjada por asoleadas, ventiscas, lluvias y serenos. Tiene ojos vivos, de los que brota la malicia comunera y la resistencia. Es campo, azadón y sabor. Aunque es incierto el destino para su cosecha, defiende el suelo y el cielo para dejarlo en herencia a sus hijos.
Entendemos por insensibles aquellos muertos en vida, intelectuales o artistas que viven en las nubes de la información innecesaria o en las vitrinas de la fama, sin saber cuánto cuesta un kilo de arveja verde en las plazas de mercado y que el cacao no lo traen por encargo las cigüeñas. La vocación de estos entes en su mayoría profesionales o arribistas, es la construcción de discursos políticos, sociales y culturales inútiles, de los cuales nadie come y nadie entiende, solo ellos y ni eso creemos. O dicho de otra manera, entre más relumbrados más desprecian lo campesino. Por fortuna jamás atraparán el espíritu del maíz o el son de las cañas.
Los insensibles inventaron eso de la división del trabajo entre civilizados inteligentes y campesinos brutos e iletrados, lo cual les permitió ser cultos indiferentes ante los asuntos del campo y del país; según su oráculo zombi, las guerrillas campesinas son malas por ser campesinas y los cultos son buenos porque prefieren las papas francesas a unas deliciosas papas criollas.
Cuando nació la Universidad del Tolima en una región volcánica con piel de tambora, bajo la promesa de aportar conocimientos a los labriegos de toda Colombia, lord Parga Cortés, el único rector de esta alma mater comprometido con la tierra, estuvo lejos de imaginar una universidad a espaldas de su pueblo, sembrada de administrativos y de cientos de actores pedagógicos que no saben distinguir una papa criolla de una papa bomba.
Este último salmón nada hacia las campesinas y campesinos embejucados que nos leen en las veredas, en los valles de Colombia y en las orillas de las quebradas, va dedicado a ellos y también a los que temen escribir sobre el campo y sus sabores, a los que les da pena ponerse la ruana y las alpargatas para entender el país y aceptar que fueron criados con avena y empanadas, así ahora coman hamburguesas y beban trago extranjero.
Larga vida a los agricultores que resisten y a los rebeldes que luchan en toda Colombia contra la corriente, a los que le dicen no a la megaminería, a los que no cambian sus semillas nativas por semillas gringas certificadas, a los que se niegan a abonar con pesticidas de monsanto, a los que pescan a las orillas del magdalena y escupen cada vez que se menciona a los partidarios de la desviación del río Magdalena y el desplazamiento paramilitar de campesinos en el Quimbo.
Llegamos un poco tarde a esa cita semestral, sobre la cual tejemos complicidades, pero es que al igual que los campesinos estamos expuestos a los caprichos del régimen señorial hacendatario.
Tarde pero siempre llegamos…
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