Pierre Bordieu: Una reflexión para la era post-industrial

|POR NANCY FRASER|

Pierre Bourdieu pertenece a esa generación de intelectuales que, en la postguerra, heredó una caja de herramientas de izquierda considerada inadecuada para analizar los modos de dominación propios del capitalismo de final del siglo XX. Como muchos de sus contemporáneos de los años 1960, estimaba que los análisis centrados en la producción fracasaban en delimitar la noción de clase en una sociedad de consumo; el enfoque ortodoxo no permitía denunciar formas de desposesión distintas que la explotación; los paradigmas económicos ocultaban las experiencias de destitución no derivadas directamente de la economía política. En el fondo, un pensamiento centrado en la lucha de clases no puede entender las nuevas gramáticas del conflicto social, como las luchas por el reconocimiento, ni los nuevos sujetos de la acción colectiva: estudiantes, mujeres, inmigrantes, minorías raciales y religiosas, movimientos gays y lesbianas.

Aunque las frustraciones de Bourdieu frente la ortodoxia eran muy compartidas, la alternativa formulada fue propia de él. Lejos de renunciar a la idea de una teoría social crítica, intentó reconstruirla bajo una forma que se adaptase al capitalismo de su época. La sociedad estaba pasando entonces de un régimen industrial “fordista”, gestionado por el Estado, a un régimen neoliberal, mundializado y financiero tal como lo conocemos ahora. En este período de transición, dominaba la confusión. Algunos alegaban el hundimiento del comunismo para renunciar a la crítica del capitalismo. Bourdieu, por su parte, no cayó en este señuelo. Sin exomerar al autoritarismo soviético ni denigrar los valores democráticos, comprendió que había que continuar el proyecto crítico por otros medios.

La opción de Bourdieu consistió en teorizar la cultura como instrumento de dominación. Esta concepción es determinante para comprender una forma de capitalismo en la que los privilegios no tienen tanto que ver con la propiedad como con el acceso al capital social y cultural: redes sociales, títulos universitarios, facilidad simbólica, “buen gusto”. Estas rentas son los principales vectores de estratificación en una economía orientada hacia las tecnologías de comunicación, los servicios de información y el monopolio del saber. Estas industrias culturales, más difusas que las fábricas, ocupan un lugar central en un nuevo régimen mundializado de acumulación, donde la propiedad es sobre todo intelectual y donde reinan las finanzas. Destacando las formas no económicas de capital cultural, Bourdieu explicó la evolución de las estrategias de acumulación y las estructuras sociales en la era post-fordista.

Pese a la importancia que concedía a la cultura, Bourdieu nunca cedió al culturalismo. Nunca abrazó la opinión de moda de que la cultura (o sus parientes próximos, el discurso y el orden simbólico) era la única matriz de la dominación. Sometiendo a crítica la dimensión cultural de la dominación, pretendía complejizar la eonomía política, no sustituirla. A diferencia de algunos de sus contemporáneos, se dedicó a las cuestiones más espinosas y más urgentes de la teoría crítica: ¿cómo se articulan las dimensiones culturales, económicas y políticas de la dominación? Si no pueden ser relegadas a campos distintos y circunscritos del espacio social, ¿cuál es su interacción? ¿En qué medida los privilegios adquiridos en esta dimensión del capital actúan de palanca sobre otras dimensiones? En respuesta a estas cuestiones, Bourdieu elaboró el concepto de habitus. Superando las oposiciones sociológicas standards entre estructura y agency, objetividad y subjetividad, este concepto remite al conjunto relativamente duradero de disposiciones por medio de las cuales los individuos contemplan la sociedad que habitan. Inculcado en nuestro propio cuerpo y, por tanto, no inmediatamente accesible a la conciencia crítica, el habitus recubre las reglas y las jerarquías que estructuran los espacios sociales y nos incitan a perpetuarlos.

Bourdieu toma el ejemplo de la diferencia de géneros: las actitudes corporales propias de las mujeres y de los hombres. En nuestra sociedad, se supone que los hombres son expansivos y volubles; la mujeres, por su parte, tienen gestos más reservados, como desde detrás de una frontera invisible. Si el habitus masculino afirma la virilidad y la acción, el habitus femenino evoca la circunspección, incluso la deferencia. Esta constatación vale también para las más ardientes feministas, cuyas convicciones quedan a veces desmentidas por una gestualidad que les ha sido impuesta por la sociedad y que escapa a su control. Las víctimas de ello son los “desviados” de uno u otro sexo, que no han sabido adquirir el habitus propio de su género o se han negado a conformarse con él.

El género es sólo un aspecto del habitus, entre otros muchos. Bourdieu se interesó en dimensiones transversales no menos importantes: el medio familiar, el acento, la cultura, el acceso a las escuelas importantes, la herencia, las relaciones sociales, así como la nacionalidad y la ciudadanía -¿francés de origen? ¿europeo? ¿inmigrado? ¿sin papeles?- o la identidad racial y religiosa. Otros tantos ejes de dominación y de subordinación que se superponen para diseñar el habitus de cada cual. En conjunto, constituyen un poderoso mecanismo de selección que predispone a los individuos a orientarse hacia las posiciones de clase a las que están efectivamente “destinados”. Parece deducirse de todo ello una armonía preestablecida entre las vertientes subjetivas de los individuos y las exigencias objetivas del orden social.

Según Bourdieu, el habitus contribuye en gran medida al proceso de estratificación y confiere a la jerarquía una apariencia natural y de legitimidad, muy cómoda en una sociedad que se pretende libre y democrática. En la medida en que somos inducidos a ocupar un estatuto social predeterminado y percibimos nuestro destino como merecido, disminuye la necesidad de ejercer una coacción abierta y la sociedad puede continuar percibiéndose como justa.

Algunos han reprochado a Bourdieu haber resuelto demasiado fácilmente estas cuestiones. Estudiando la reproducción de las jerarquías sociales, habría presentado a los individuos como ingenuos culturales, enganchados en la doxa de la sociedad y condenados a desconocer sus trampas de dominación. Habría desactivado además cualquier forma de lucha o de crítica que, en última instancia, no fuera a reforzar el sistema jerárquico. Es una extraña acusación contra una teoría crítica que pretende servir de referencia a los actores sociales preocupados por resistir a la dominación y por superarla.

Estos cuestionamientos son desde luego legítimos. Pero omiten otra posibilidad. ¿No se puede ser boudieusiano sin postular por ello una armonía preestablecida entre las expectativas subjetivas inscritas en el habitus individual y las exigencias objetivas impuestas por el orden social? ¿Sin creer en una convertibilidad sistemática entre capital cultural, social y económico? Puede ser que estos presupuestos sólo se apliquen en tiempo “normal”, cuando la máquina social funciona sin trabas, y no cuando los términos de la ecuación ya no están sincronizados: cuando, por ejemplo, los jóvenes dotados de un capital social y cultural ya no pueden encontrar el lugar al que les destinaba su habitus, o cuando los inmigrantes deben renunciar a la perspectiva de una mejora económica. En estos tiempos de “crisis”, las expectativas habituales quedan invalidadas y nos preguntamos qué ha podido disfuncionar. Las crisis son los momentos privilegiados de la crítica: ponen al descubierto la lógica que subyace a la dominación. Dejan entrever la posibilidad de que las estrategias individuales para escalar en la escala social den lugar a luchas colectivas para desmantelarla.

Esta eventualidad es muy compatible, pienso, con el impulso general del pensamiento de Bourdieu. En la hora actual, podemos ver en él al teórico de la dimensión cultural de la dominación en un régimen relativamente estable de capitalismo postindustrial. Si se ha tambaleado la estabilidad de este régimen, habrá que completar su teoría con otra, adaptada a las crisis, a las disfunciones y a las distancias entre el habitus y los imperativos del sistema, entre el capital cultural y económico. Pero comprometiéndonos con esa vía no dejamos a Bourdieu detrás nuestra. Al contrario, nos apoyaremos en él, construiremos nuestra teoría de la crisis sobre sus nociones de habitus y de capital cultural. La aportación de Bourdieu sigue estando de actualidad.


NOTA: Nancy Fraser es profesora de filosofía y de ciencias políticas en la New School for Social Research, Nueva York.


FUENTE: http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=4913

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