A Hidden Life (Una vida oculta) de Terrence Malick (2019)

 


Una explosión pequeña pero robusta de exactitud

Edmund de Waal

ante una netsuke, miniatura japonesa.

La liebre con ojos de ámbar.


| Por: Carlos Avellaneda Escudero |

 

Dicen algunos que las películas de Malick son el cine en su máxima expresión. ¡Y vaya que si lo creo! Con un profundo sentido de la estética y el equilibrio, pareciera que su cine –por demás penetrante y reflexivo (propio de alguien cercano a lo filosófico) – es una oda permanente a los colores de la vida, desde los más oscuros o a los más claros. Su paleta de colores fotográfica y argumentativa dignifica de modos sublimes esas vagas sombras (tan difíciles de comprender) que se entretejen y constituyen a la Vida, que a la final siempre tiende hacia lo bello, lo bello, lo bello (pues hay belleza en todas partes: eso insoportable que todavía llegamos a soportar, al decir de Rilke).  

 

Y esta película no es la excepción. Adoro o valoro cada vez más esas obras en las que se siente el paso del tiempo: que se toman el tiempo. Y cuando eso pudiera ser o convertirse en una dificultad para algunos (tanto para realizadores o espectadores), en Malick, se ha definido en un sello (tan natural y poético) que lleva al espectador a la posibilidad de detenerse, admirar y contemplar planos o escenas de una hechura majestuosa: donde es viable demorarse en la cotidianidad, las gestualidades o los paisajes captados de modo vivo, lucido, solemne (que comunican el Bien que siempre persiste). Además, nos permite digerir esas partes fundamentales –fulgores de la cotidianidad, según cambian los planos en una misma escena– de una conversación o un momento, de un decir o un hacer, más extenso (dejando la ilusión de algo más prolongado). Registros que cuando hacen parte una marca del director, sin embargo, siguen siendo un modo admirable del que hace uso para poder adentrarnos (con planos abiertos y primerísimos planos, que algunos definen como un Ojo de Dios), en la majestad de la naturaleza y de la condición humana. La calmada fogosidad de los entornos naturales en contraste (o en dialogo) con la sencilla (cuando también compleja) vida de los protagonistas y el opresivo drama de sus rostros fatídicos. Hacer o registro donde ha contado con el acompañamiento de directores de fotografía como John Toll, Emmanuel Lubeski y Jörg Widmer, que de seguro han sabido captar (del modo más natural posible) la esencia  o el deseo ontoteológico del mismo director.

 

Es esta una película sobre una de esas intermitentes y frágiles luciérnagas, con fulgores de vida (que aparecen, pese a todo, según Didi-Huberman). Pasando por las escenas de una vida rural, familiar, idílica y placida enclavada en los altos austriacos (que llega, según la circunstancia, a convertirse también en un espacio sombrío y encajonando) hasta los sórdidos espacios militares y penitenciaros, se nos va contando –a partir de una tierna, comprensiva e inquieta (algo angustiante) relación amorosa y epistolar– parte de la vida, los dilemas y las presiones por los que llegaron a pasar Franz Jägerstätter y su valerosa esposa Fani (interpretados de modo admirable por August Diehl y Valerie Pachner). Esto, tras de que Franz se hubiese negado a alistarse en el ejército Nazi y jurar fidelidad a Hitler, considerando u objetando de modo consciente que ello iba en contra de los valores a favor de un bien mayor (el Reino de Dios, en ese caso), del que era fiel creyente y practicante. 

 


En cierta ocasión se pregunta en el film, ante las disyuntivas y dificultades que le plantea una posible posición a contra pelo de la mayoría del poblado y de la Nación: ¿No reconocen el mal cuando lo ven? ¿O nos hemos acostumbrado a él? Por el contrario, de modo convencido (no sin algún temor), Franz decide asumir una postura inversa aun cuando eso le represente sacrificar su tranquilidad, sus vínculos, su hogar, la proximidad con su familia, su libertad y hasta su vida. La historia de Franz es a lo sumo uno de esos ejemplos (sin gritos, violencia, enfurecimiento o aspavientos bulliciosos) que en medio de la penumbra y la intemperancia colectiva, como Bartleby el escribiente, fue capaz de decir: “Preferiría no hacerlo”. Gesto menor y crítico que no busca poder o reconocimiento, pero que aun cuando frágil, inquieta, distorsiona, rompe y pone en crisis la posición o entendimiento (homogéneo y/o unidimensional) de los demás (quienes a su vez creen o se pregunten si esa actitud tiene un fin, un propósito: “¿Qué bien cree usted que su desafío le hace a alguien? ¿Usted piensa que va a cambiar el curso de las cosas?… ¿Cree que alguien va a saber de ella?”). Por el contrario, es una actitud cuando pasiva, segura, orgullosa y desobediente (en contra del horror y lo injusto), que busca ser fiel o consecuente, estando en paz consigo mismo, el mayor bien y la vida, más allá de lo que una mayoría (ofuscada) considere. Aun cuando ello suponga la expulsión, la recriminación y la ignominia (“es mejor padecer la injusticia que ejercerla”, se dice en un parte del guion). Actitud o talante de quien, convencido de que hace lo correcto (de modo ético, a fuerza de voluntad y de saber), teniendo todo en contra, no busca convencer a nadie y en cambio sí, decide no-hacer (aceptando o apropiándose de su debilidad y vulnerabilidad que hace toda la potencia negativa del No, por sobre toda actividad operativa e impulsiva).

 

En efecto, el film se detiene en la trascendencia (como acto de integridad y superación, a la vez que búsqueda y proximidad con un bien mayor). El llamado de atención y reflexión de la película se centra, a mi modo de ver, en ese gesto pequeño e indócil, que no busca ser ejemplo, sino simple y llanamente ser un NO: justo, respetuoso y consecuente con sí y con lo Otro. Entonces un eco de la película nos llama la atención: ¿Hasta dónde nuestro hacer confabula con lo siniestro que nos rodea? ¿Hasta dónde somos inocentes?  Entonces la película se hace espejo (o bueno, quisiera creer o verlo así). Hoy, ante un mundo tan conformista y volcado en los excesos; donde el control se hace tan sutil y ante lo vertiginoso todo se desvanece tan fácilmente; dentro de un mundo tan hipócrita e impostado (además de cobarde), donde se es capaz de apreciar el bien, pero es tan difícil combatir la maldad elemental en cada uno (lo que puede observarse en la película en la lamentable actitud de la autoridad eclesiástica  y que se manifiesta a su vez en la siguientes palabras de uno de los personajes: “Los hombres son cada vez más astutos. No lucharán contra la verdad, sino que tratarán de ignorarla"). Habría que detenerse (demorarse) entonces y sentar cabeza, y reflexionar hasta donde nuestro hacer o nuestros actos (por mínimos o cotidianos que sean), contribuyen o por el contrario en verdad se ponen en contra del aparataje que consciente la miseria y el desastre.   

 


Según el filósofo italiano Giorgio Agamben en su breve pero generoso ensayo Sobre lo que podemos no hacer, piensa que la capacidad de resistir o luchar se constituye desde “la lucida visión de lo que no podemos o podemos no hacer”. Resiste quien puede no hacer (como gesto crítico y cotidiano inoperante, de insubordinación o desviación). Ser consientes o tener la potencia de no pasar al acto (si se quiere compulsivo e inmediato). Sugiere que lo una política de la felicidad que nos puede hacer libres es la ardiente conciencia de nuestra impotencia (potencia-de-no: que no deja de ser una figura de la potencia, que puede hacer no haciendo). Vivimos –continúa Agamben– en una sociedad donde se es “privado de la experiencia de lo que puede no hacer”. Actualmente, atravesado por la flexibilidad que exige el mercado y la idea impuesta que uno puede hacer y ser cualquier cosa “el hombre de hoy se cree capaz de todo y repite su jovial “no hay problema” y su irresponsable “puede hacerse”, precisamente cuando, por el contrario, debería darse cuenta de que está entregado de manera inaudita a fuerzas y procesos sobre los que ha perdido todo control. Se ha vuelto ciego respecto no de sus capacidades sino de sus incapacidades, no de lo que puede hacer sino de lo que no puede o puede no hacer”. En una entrevista al actor August Diehl, este nos dice con respecto a este punto y al personaje de Franz:

 

Lo describiría como alguien muy sincero y claro… Es alguien que se limita a decir: ‘no, yo no’. Y esa sencillez le otorga un gran poder porque creo que vivimos en un momento en el que todos decimos ‘sí’: todos nos subimos al mismo tren sin pensarlo mucho. Y en nuestra sociedad hace falta ese tipo de personas, gente que dice simplemente ‘no’… Él lo ve con total claridad. Sabe que eso está mal y que no puede matar a nadie. Así de simple. Eso me fascina. Todavía me estremezco cuando hablo de este tema. Es increíble. La simplicidad de esa idea tiene muchísima fuerza… En eso consiste la película, en estar oculto y decir un ‘no’ muy sigiloso a ciertas cosas. Un ‘no’ muy suave. Esa sería la solución para muchas cosas (en FilaSiete[1]).

 

De otro lado, tenemos el punto que se refiere a “una vida oculta”, que el director toma de un texto de George Eliot (seudónimo tras el que se guarda Mary Ann Evans), para denotar la importancia de aquellos actos menores, cotidianos, acaso minúsculos (muchos marginales o invicibilizados), en los que hay veces esta parada la gran historia. Actos o gestos francos (tan sencillos como valerosos), que sin buscar ninguna notabilidad, marcaron la diferencia para que “las cosas no estén tan mal para ti y para mí”.  Quiero también creer que el director –alguien del que siempre he admirado su reserva y misterio ante su imagen y su vida privada– busca con ello hacer una sutil referencia y critica al tiempo en el que vivimos, donde existe ese afán de reconocimiento y aprobación, haciendo de todo vanidad y espectáculo (hasta algo vulgar, incluso lo que valdría la pena). Hoy, ante el tiempo del ego y el ruido cacofónico, donde todos buscan hacerse notar, cuanta falta hacen aquellos seres ligeros, de cautelosa distancia, prudentes y desprendidos. En su Carta sobre el humanismo Heidegger llama la atención sobre lo siguiente: “Si el hombre ha de llegar de nuevo a la cercanía del ser, primero tiene que aprender a existir anónimamente. Tiene que advertir de igual manera tanto la seducción de la esfera pública como la impotencia de lo privado. Antes de ponerse a hablar, el hombre tiene que dejar que el ser lo interpele de nuevo…”.

 

Vive bien el que vive inadvertido, diría Ovidio.

 

--

Publicar un comentario

0 Comentarios