Lo sagrado y lo profano en las primeras formas de apropiación del suelo (parte 2)


| Por: Alexander Martínez Rivillas* |

 

Una vez que la tierra que se posee no es de quien la posee sino de quien no la posee, toma la forma de algo que es extraño y ajeno; tan ajeno que ya no es posible usarlo para las prácticas agrícolas de supervivencia o para las prácticas ceremoniales de las “religiones domesticas”, si ante todo no se usa para la supervivencia y ostentaciones de quien no la posee, de quien la tiene y lleva una vida urbana. ¿Qué garantiza el hecho de que lo que no se posee, sin embargo, se tiene? Una compleja legalidad trascendente de las cosas, trascendente de la tierra, que ritualiza y sacraliza el espacio de la siembra, que legisla al amparo de los dioses las relaciones de uso con la tierra, y que declara los tributos que deben ofrecerle a quien la tiene, esto es, a su propietario.

 

La propiedad de la tierra nació como una práctica de gobierno, de control y organización de la naturaleza para el desarrollo de la vida urbana de distintas formaciones sociales. El proceso de extrañamiento de la tierra mediante una legalidad cósmica garantiza el control de la naturaleza: todo lo que en potencia produzca la tierra pertenece no a su poseedor o al trabajador, sino al propietario.

 

Los procesos y estrategias para la imposición de tributos aseguran la organización de la naturaleza: medir, amojonar y calcular la productividad del suelo con sus respectivas rentas; y distribuir las relaciones de uso, como propiedad, arrendamiento, aparcería y servidumbre.

 

El abismo o la separación que se interpone entre el trabajador y la tierra en virtud de aquel proceso de extrañamiento, convierten al trabajador y a la tierra en dos fuerzas productivas independientes, dos entidades distintas solo comparables a partir de simbolismos prácticos. Al trabajador no le pertenecen sus productos, solo le puede pertenecer su capacidad de producir. Al propietario no le pertenece la capacidad de producir del trabajador, pero sí le pertenece la capacidad productiva de la tierra, es decir, los productos que el trabajador deriva de la tierra. La noción de trabajo apareció bajo la forma de extrañamiento o separación entre “productor y producto”.

 

En vista de que el producto no le pertenece al productor, se le compensa o remunera porque puede producir, porque trabaja. En vista de que la capacidad productiva de la tierra le pertenece al propietario, se le tributa o renta el producto. A la luz del Código de Hammurabi, el Imperio Babilonio se nos aparece como una puerta de acceso a las primeras experiencias de la propiedad de la tierra. Esta no es sino una cualidad esencial a las formaciones sociales que han intensificado las relaciones entre productores y consumidores en el escenario de una comunidad urbana fundada en la captación de la renta agrícola. La presencia de la propiedad de la tierra es la expresión de una práctica más fundamental en el nacimiento de la vida urbana, se trata de la propiedad individual.

 

En oposición a la propiedad comunal, la individual establece una radical separación entre productor y producto en todo tipo de prácticas productivas. Previamente dispuesto este escenario, construido al “ritmo” de aquella legalidad cósmica, aparece el complejo universo de lo apropiable. Todo objeto al que le sea inherente la cualidad de ser usado para producir, como la tierra, los instrumentos de labranza o de manufactura puede ser apropiado, enajenado. Y también, todo objeto producido para el consumo es susceptible de ser apropiado. Un universo de complejos y diversos objetos apropiables dicta una solución práctica para ser intercambiados o acumulados, es de hecho un símbolo de intercambio o un “medio de intercambio”: la moneda. Todo objeto en Babilonia, exceptuando los sagrados en sí mismos, podía constituirse en objeto de compraventa. El trabajo era remunerado en moneda o en productos; y la servidumbre no recibía más remuneración que la que asegurara la reproducción de sus “mínimas condiciones de existencia”.

 

Ya las primeras civilizaciones se habían enfrentado a un problema que ha acompañado a distintas sociedades: la regulación del universo de objetos apropiables para la conservación o desarrollo de una formación social. En particular, las sociedades que distribuyen el excedente de la producción agrícola mediante distintas formas de mercado, entre las cuales podemos destacar las civilizaciones antiguas, la República y el Imperio Romano, Ciudades-Estado premodernas, y la mayoría de las sociedades modernas, han construido prácticas de gobierno destinadas a ensayar infatigablemente toda clase de soluciones sin efectos duraderos. Tanto el Imperio Babilonio como el egipcio buscaron regular esa dinámica ciega de distribución de objetos de aquel universo de lo apropiable: la tierra ubérrima en poder de ricos comerciantes, sacerdotes, dinastías monárquicas y funcionarios menoscababa las condiciones productivas de los trabajadores agrícolas.

 

Víctor Alba concibió una “Historia General del Campesinado”, mostrando los periplos cotidianos por los que el trabajador agrícola tenía que vérselas para conseguir ese mínimo de condiciones de vida que lo ha caracterizado como una constante a lo largo de toda su historia. Los campesinos nutrieron los ejércitos, teniendo que correr con los gastos de su equipamiento para la guerra, abandonaron sus tierras y familias, cuyos miembros (mujeres, niños y ancianos) no podían pagar la respectiva renta agrícola y debían migrar a las ciudades a vivir en condiciones de esclavitud. En otras ocasiones, teniendo que pagar pesados tributos y aceptar los bajos precios con los que transaban sus productos, lo obligaban a vender sus tierras o a esclavizarse por deudas. Como hoy, los campesinos de las naciones “en vías de desarrollo”, se han debatido entre una “economía de autoconsumo” y una vida miserable.

 

Del libro del mismo autor: “Catastro y propiedad de la tierra en el mundo antiguo: conceptos introductorios y estudios de caso” (AQUÍ).

 

* Profesor asociado de la Universidad del Tolima

 

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