En los pasadizos

 

| Por: Jaime Sebastián Cancino Barreto |

 

Llegar a habitar o, si acaso, a rozar la locura es alcanzar a experimentar lo confuso y extraño que hay en nosotros y en el mundo. Gonzalo Arango decía que el poeta está más del lado del enloquecimiento que dé la razón y que por tanto el nadaísmo consistía en lograr hacerse un espacio en el desbarajuste que es el mundo. Probablemente por eso prefería permanecer entre la muchedumbre, porque allí todo aparece, según contaba en las cartas dirigidas a su padre, un poco más espontáneo, y por tanto un poco más extraño y oscuro. Kerouac, escritor famoso por sus historias de vagabundos, era especialmente hábil para hacerse ese espacio en la oscuridad, no solo porque tuvo que <<lidiar>> con su adicción al alcohol, sino porque alcanzaba a escuchar blues en la voz de una predicadora religiosa, ver la belleza que albergaba un camino de venados o la vida que aguarda en un vagón de tren. Su cercanía al budismo no era casual, y en compañía de él entablaba luchas para desprenderse de los apegos y de la excesiva memoria, pues ellos y ella nos invitan, según recuerda esta tradición oriental, a juzgar y vivenciar el mundo de manera anticipada y apresurada. Bien cuenta Kerouac que por esa razón esta filosofía puede llegar a ser una gran catalizadora de la locura, pero de una sana, pues el aspecto que la articula es llegar a ver la realidad tal cual es, esto es, en su pura espontaneidad.

 

En el budismo, en el poeta y en la locura hay un estilo de ingenuidad, aunque no en el sentido cristiano que llega hasta nuestros días, es decir, como si tuviesen plena confianza en que lo existente es algo enteramente pacífico y confortable. De hecho, no hay algo menos armónico que el mundo del loco, del meditador consagrado y del buen artista: allí sólo emergen incoherencias, paradojas, ambigüedades, fenómenos inexplicables. Es allí donde precisamente reside la ingenuidad a la que me refiero: un estilo de salto al vacío que confía en que la realidad nunca será enteramente igual y que siempre habrá algo nuevo a que exponerse. En otras palabras, estos seres aprecian, valoran y aman, quizás como ningún otro, lo extraño y confuso que hay en toda situación y en todo ser viviente. Dan un grito alegría, como diría Deleuze, que alega: cómo pudo suceder eso, cómo lo pudo hacer. Y esa es la única pero nada menor garantía que tenemos de que las revoluciones siguen siendo posibles.

 

Un amigo dice que el mundo de hoy es una realidad pornográfica, y creo que tiene razón. Por supuesto porque nuestra intimidad está cada vez más invadida por la pornografía, pero sobre todo porque la vida diaria adquiere su forma. El rasgo neurálgico que la define no son los actos sexuales que captura y masifica, sino su capacidad para hacerlo todo explicito, visualizarlo todo, no ocultar nada, no dejar nada al aire ni alguna ambigüedad. Yo diría que esto solo es la exacerbación de lo que Marx denominaba fetichismo de la mercancía, pues la multiplicidad de formas y usos que no dejan de brotar en el mundo ceden terreno, así sea solo superficialmente, ante su simplificación, hipervisibilidad y, por tanto, homogeneización. En nuestras sociedades fetichizadas todo surge fácilmente comestible, y se levanta una guerra, por tanto, contra lo opaco, clandestino, borroso, contra lo que requiere de más tiempo. El lenguaje deviene en pura comunicación, la imagen en publicidad, las relaciones personales en relaciones que deben esclarecer sus intereses, los sentimientos en algo a confesar, la singularidad de cada quien en perfiles. En últimas, el amor solo parece ser posible entre compatibles e iguales. Por todo eso, es apenas sensato insistir en que el reino de la luz es el ataque más certero contra los seres que se ven atraídos por la locura, inconsistencia y combustión del mundo.

 

Octavia Butler decía que Dios se nos presenta de las más extrañas e inesperadas. Insistía, por tanto, en que tiene mucho de tramposo y juguetón, casi como un niño. Ella comprendía bien, probablemente alucinando un poco o a través de la soledad que tanto aconsejaba, que esa cara burlesca no debía, empero, desilusionarnos. El aspecto relevante, según contaba en sus historias de ciencia ficción, era buscar y crear los medios que permitiesen componerse con esa jovialidad, lo cual también suponía mantenerse jovial. Quizás por eso podía palpar e imaginar las potencias —ella las llamaba semillas— que albergan mundos apocalípticos como el nuestro, en los que abundan la crudeza, aridez, sequía, tristeza y desconfianza y en los que, por tanto, es difícil mantener algún tipo de ilusión. Es decir, logró ver, como pocos, lo extraño y hermoso que aguarda en la desgracia.

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