La utopía y la distopía, más realidades que ficciones


 | Por: Alexander Martínez Rivillas* |

 

Borges construyó un cuento intitulado “Los Teólogos”, en el que una impía secta medieval, de origen discutido, llamada los Histriónicos, propagaron su doctrina entre los hombres. Una de las versiones de esta doctrina consistía más o menos en esto: el mundo en el que vivimos es el reflejo imperfecto, desagradable y falso de un mundo perfecto, bello y verdadero situado en el cielo. Este reflejo es el absoluto opuesto y la completa inversión de ese mundo perfecto, por lo que tanto más disparatados y abominables fueran los actos ejecutados en este mundo, más justos y bondadosos aparecían ante dios los actos gemelos en aquel mundo perfecto. Según versan algunas consecuencias lógicas de la doctrina, las almas se salvarían, sin lugar a dudas, solo si sus reflejos en la tierra cometieran el mayor daño posible sobre sus congéneres. Por ello, ser bueno residía en pecar, amar residía en odiar, ser honesto residía en robar. A primera vista, la doctrina revelada por Borges, parece pertenecer exclusivamente al mundo de la ficción. Pero, por el contrario, algunas casualidades pueden mostrar que no hay nada en el mundo que no se le parezca.

 

En otra ocasión, Borges pronunció, en el ensayo “La esfera de Pascal”, una sentencia bastante famosa entre sus estudiosos, según la cual la historia universal podría ser interpretada como la diversa entonación de algunas metáforas. En efecto, aquella doctrina sobre la inversión de un mundo perfecto, cuyos imperfectos reflejos constituyen nuestro mundo, puede ser considerada la entonación de una antigua y permanente metáfora: esa que desdobla nuestro mundo en un mundo perfecto y verdadero y otro imperfecto y falso, y que aparece expuesta, seguramente no por primera vez, en el consabido mito de la caverna de Platón. Otra entonación de esta misma metáfora, se halla nítidamente presente en el cristianismo desde su fundación. Así pues, el cristianismo afirma con incesante vehemencia que nuestro mundo es un “valle de lágrimas”, mientras el cielo, el hogar de dios, es el lugar donde las almas gozan de una dicha infinita. Desde luego, hay aquí una conexión que no se puede olvidar, y es que la matriz racional del cristianismo es el platonismo, y que, adicionalmente, algunos eruditos han definido el cristianismo como un “neoplatonismo para el pueblo”.

 

Pero, a veces sucede que se replica la misma entonación, y algunos dogmas del cristianismo fueron víctimas de la secreta influencia de la doctrina explicitada por Borges. Veamos un ejemplo: San Agustín formaliza, eso sí con deliberada lucidez, la libertad del cristiano, el libre albedrío, para explicar el mal que a diario lo amenaza y, en consecuencia, para poder justificar el pecado, la culpa y el castigo. De este modo, si el cristiano tiene la libertad de elegir entre obrar bien u obrar mal, entonces, irónicamente, solo sería la “virtuosa experiencia” la que le enseñaría verdaderamente lo siguiente: que para ser buenos hay que saber que existe el pecado, o mejor, cayendo en desgracia comprendemos verdaderamente la dicha del cristiano; que pecando en exceso entendemos la perfección del alma que es salva; que entre más odiemos más perfecta es nuestra idea del amor; que para ser siervos de dios hay que conocer la libertad del cristiano. En resumen, unos necesitan pecar para que otros sean buenos, o lo más común, requieren ellos mismos de las corrupciones de la carne para huir hacia la gracia del señor.

 

Pero, más allá de esto, existe una obra olvidada, incluso por Borges, que retrata un mundo perfeccionado en la práctica del vicio y la maldad. Se trata de la obra de Joseph Hall, “Un mundo nuevo y, sin embargo, el mismo”. Una distopía de principios del siglo XVII. Este obispo inglés nos revela distintas naciones localizadas en el sur del planeta, en la Antártida específicamente, dedicadas a invertir todos los órdenes morales conocidos. Se exponen (y se condenan al mismo tiempo) naciones sometidas a la glotonería, a la tontería, a las mujeres parlanchinas y dominantes, a los papistas y a los borrachos. Lo interesantes es que ese pandemonio tiene, en su “ficción negativa”, un orden efectivo, y que produce una situación social gobernable. En fin, el obispo Hall, en su tono ultraconservador, no dice nada distópico, pues, palmo a palmo, el mundo indeseable para él, era el que ya se estaba construyendo en las ciudades europeas en pleno despegue demográfico.

 

A veces la utopía y la distopía no dicen nada revolucionario, sino que solo señalan rasgos exagerados de lo que ya está en proceso de existir. O sea, nos dicen de manera objetiva lo que está naciendo. Quizás, la obra de Hall sea la mejor descripción anticipada del capitalismo de hoy y del futuro.

 

 *Profesor asociado de la Universidad del Tolima

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