Refería Lucas Fernández Piedrahita (un historiador “bogotano” del siglo XVII) que, entre los pueblos indígenas del Tolima, se operaba un ritual casi inverosímil a la hora de elegir un “monarca”. Aunque el historiador ha sido cuestionado por su viva imaginación (contraria reputación tienen, por ejemplo, Pedro de Aguado y Pedro Simón), el supuesto testimonio no se ha podido encontrar en otras Crónicas de Indias, ni tampoco existen rituales similares en otros pueblos arcaicos (Cf. Fernández Piedrahita, Lucas, 1881, Historia General de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Colombia: Edición a cargo de Miguel Antonio).
En dichos pueblos indígenas, quizás Pantagoros, Pijaos, o Panches (no se detiene en esos detalles), el indígena “principal” no podía surgir de ningún linaje dominante de la tribu. Tampoco podía ser elegido por un consejo de ancianos, de notables, o de sabios. No era tampoco el mejor guerrero, ni mucho menos algún tipo de líder espiritual. No existía la posibilidad de escogerlo entre los de mayor prestigio, o entre los más reconocidos por su ascendencia matrilineal (que era común en estos pueblos). Los líderes guerreros tampoco eran tenidos en cuenta. Los más avezados en el uso de la palabra para dirimir litigios, “venganzas de sangre”, o expediciones de caza o de guerra, tampoco tenían oportunidad alguna de ser ungidos con tal poder.
La “reinado” del “elegido” era de tan solo unos pocos años. La forma de elegir a ese bienaventurado o a ese desgraciado (el lector juzgará) fue descrito más o menos así: una persona o un grupo de la tribu salían por los caminos más lejanos de sus aldeas. Vagando por las fronteras de sus espacios ocupados o por territorios “extranjeros”, debían buscar a un “infante” solitario y errante. Probablemente perdido por los viejos caminos montañosos del Tolima, el niño era raptado por la “comisión real”.
Posteriormente, y sin más criterios de elección, era llevado a la aldea principal o al santuario dispuesto para la “coronación”. Una vez allí, el niño era convertido en “monarca”, y solo podía regir por algunos años. Agotado el breve reinado, el monarca era sacrificado. Como una eterna repetición, otra comisión real salía de nuevo por los caminos más lejanos de esta extraordinaria nación, y capturaban al nuevo monarca para cumplir su “predestinado” reinado y su “necesario” sacrificio.
Se podría suponer que el niño rey fue convertido en un mero símbolo del real gobierno de un viejo linaje de notables. Un complejo engaño para no generar rivalidades insalvables entre los clanes más dominantes. Quizás obedeció al pacto de estos mismos clanes para enfrentar las sucesivas impugnaciones de una sociedad tribal que se resistía a ser gobernada por un único jefe real (no simbólico), que luego forjaría una dinastía “monárquica”. Probablemente, el niño era un “no gobierno”, y solo era destinado a presidir algunos ceremoniales, por mor de una sociedad igualitaria y “acéfala”, como en realidad lo fueron varias entre los Pantagoros, por ejemplo.
No se sabe con certeza si el relato de Lucas Fernández Piedrahita fue una mera invención o no. No se puede establecer si el niño errante y vagabundo convertido en “rey” era en realidad una metáfora de otra operación “política”, como la del pacto predicho. Lo cierto es que existen pocos casos de ritos premeditados para cometer “regicidio”, y los referidos solo se han retratado en leyendas o mitos de otros lugares.
Imagen de portada: “Zipas y Zaques” – Suesca Linda
*Profesor asociado de la Universidad del Tolima.
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