Cultura y naturaleza: una falsa dicotomía

 

| Por Alexander Martínez Rivillas*|

 

En Occidente nos enseñan que subsiste una diferencia radical entre la cultura y la naturaleza. Es más, nos enseñan, en todos los lenguajes posibles, que una es el absoluto opuesto de la otra. Los pares antagónicos son abundantísimos: idea y cosa, pensamiento y objeto, alma y cuerpo, hombre y ambiente, consciencia y cerebro (en la teoría “emergentista” más radical), sujeto y mundo, yo y realidad, etcétera. Estas paridades también están presentes en Oriente, pero realmente de manera menos dura o menos fanática.

 

Philippe Descola, el gran etnólogo francés, ha insistido en que todos los pueblos, en todas las épocas, han experimentado al menos una distinción “espacial” o “topológica”: el adentro y el afuera de nosotros mismos. De la piel hacia muy adentro de nosotros hay algo como un espíritu, un alma, una voz, una entidad incorpórea, o una función electroquímica muy compleja, que hace que seamos racionales o animales compulsivamente dominantes. Y más allá de nuestra piel hay otro lugar, hecho de una sustancia diferente, o similar, pero localizado fuera de nosotros, y que llamamos mundo exterior, objetos externos, realidad sensible (independiente de nosotros o no), entre otras denominaciones.

 

Descola ha defendido la tesis de que todas las cosmovisiones del planeta se podrían clasificar en cuatro categorías: animistas, totemistas, naturalistas y analogistas. Simplificando mucho, el animismo implica que la “naturaleza” es producto de la “cultura” (un leopardo puede ser mi abuelo envuelto en piel de leopardo). El totemismo implica que la “naturaleza” y la “cultura” son diferentes, pero pueden conformar un continuo más o menos fragmentado (un águila y un humano pueden ser la misma persona, o pueden ser dos entidades que se influencian mutuamente). El analogismo no diferencia la “naturaleza” de la “cultura” en estricto (ni tampoco una es producto de la otra), pues hacen parte de una misma unidad de “existentes”, o mejor, conforman un solo cosmos (los dioses, las montañas y nosotros cohabitamos un único mundo, y sostenemos relaciones armoniosas o conflictivas). El naturalismo implica que la “cultura” es radicalmente distinta de la “naturaleza”, pero también que la cultura puede reflejar con transparencia las leyes físicas o biológicas que gobiernan la naturaleza.

 

El animismo ha sido la cosmovisión más extendida entre los pueblos de la tierra desde el Paleolítico Superior, al menos, hasta nuestros días. El totemismo ha sido más común en África y en Australia. El analogismo ha sido más fértil entre las “filosofías mundanas” (de Oriente u Occidente), como el taoísmo, el Feng shui, el panteísmo, o las cosmologías místicas de viejo o nuevo cuño. El naturalismo ha sido más reciente, quizás se remonta a la Grecia de los siglos VIII o VII a.C., y Tales de Mileto pudo estar entre los “fundadores” (aunque podríamos conjeturar raíces egipcias o indostánicas).

 

Actualmente, todas las religiones, metafísicas e ideologías contienen rasgos de una o más de estas cuatro cosmovisiones. Casi siempre una de ellas es más dominante que las restantes, como es el caso del positivismo científico o el de la cosmología especulativa, las cuales tienen altas dosis de naturalismo, pero que no pueden dejar de apelar, para explicar la realidad total, al analogismo, esto es, a un dios como primer principio; o a un animismo soterrado, esto es, a un orden numérico oculto (como el nuevo pitagorismo de Roger Penrose). Sin hablar de la astrología, que hoy es más influyente de lo que se cree, y que tiene fuertes lazos con el viejo totemismo. A pesar del enorme prestigio ganado por el cientificismo, las creencias más arcaicas siguen conviviendo entre nosotros como si fueran realmente irreductibles.

 

De hecho, irónicamente, los desarrollos científicos más recientes pueden estar aportando evidencias sólidas de ciertos fundamentos empíricos de las anteriores cosmologías más “irracionales”. La “naturaleza” transformada y producida por el hombre es tan vasta y necesaria para nosotros que es siempre una realidad derivada o hibridada con la cultura (desde la domesticación de las plantas y los animales, pasando por la tecnología disponible, hasta el paisaje habitado por el hombre, lo constatan). Pero, la cultura no solo es humana. La etología nos demuestra con rigor que existe una cultura generada por los animales (de fuerte dependencia del programa genético, pero no del todo), que también transforma la naturaleza en sus distintos nichos o paisajes más dilatados. O sea, la naturaleza transformada y producida por los animales se encuentra hibridada con la cultura animal, y no en un estado prístino.

 

Pero, por otro lado, la cultura humana misma ha producido un conocimiento científico y tecnológico cuyas “leyes predictivas” y “maneras de hacer” son tan independientes de las culturas humanas para evaluar su éxito antrópico o socioecológico (como el teorema de Pitágoras), que parecieran hacer parte de una “sabiduría” hibridada con la naturaliza misma. O sea, fragmentos de la cultura humana se hallarían seriamente “naturalizados”. Las culturas de los animales, como por ejemplo las formas de comunicación de las abejas, tan eficientes para su supervivencia, podrían ser vistas como partes culturales fundidas con la naturaleza.


Pero estas consecuencias no terminan aquí. Si aceptamos la hipótesis de una cultura de las plantas (en pleno ascenso entre la neurobiología) y de la hiperracionalidad de Gaia (del sistema de tierra que “maximiza” la vida tal como la conocemos desde el Holoceno, al menos), estaríamos al borde de defender la concepción de una cultura “silvana” que también se ha confundido con la naturaleza “inerte”, y que existiría una suerte de cultura “gaiana” que fusionaría buena parte de las culturas antrópica, animal y de las plantas, con amplias regiones de la naturaleza abiótica del planeta, hasta conformar infatigables culturas naturalizadas, e innumerables naturalezas culturizadas, hasta conformar una solo unidad de vida, esto, el planeta tierra. La expresión total de las culturas hibridadas con las naturalezas, o viceversa.

 

¿Qué quedaría por fuera? La geología terrestre profunda, la radiación del espacio exterior, los campos gravitacionales, quizás ciertas profundidades oceánicas, entre otros. Pero, evidentemente, todo ello podría ser modificado en su momento, lo mismo que otros planetas o satélites. Ya empezamos con la luna, y pronto vendrá marte. En fin, hace mucho tiempo que la naturaleza y la cultura se encuentran unidas en una sola realidad.     

 

*Profesor asociado de la Universidad del Tolima.




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